Vie. Abr 26th, 2024

EL CALLEJÓN DEL MUERTO

De la primera calle de Morelos arranca en sentido diagonal y en dirección a la ultima de Matamoros, un tortuoso y angosto callejón, solitario y tétrico, que hace tiempo fue teatro de un misterioso asesinato y a la vez de un espeluznante suceso registrado momentos después de cometido aquel. Lo que motivo, que se le hubiese conocido desde entonces, con el nombre de Callejón del Muerto.

Fue en aquel tiempo en que la ciudad se alumbraba con faroles de aceite, pendientes de mensulas de hierro empotradas en las esquinas, cuya luz mortecina y difusa apenas si alcanzaba a iluminar un escaso radio y los cuales se encargaban de encender los llamados «serenos» que, en vueltos en amplias capas y provistos de una escalera y una alcuza, comenzaban su tarea por las calles de la ciudad un poco antes de cerrar la noche. Uno de estos «serenos» fue quien resultó víctima de aquel crimen, en el solitario callejón del muerto, y al poco tiempo apareció como protagonista, después del asesinato.

Aquella noche, profundamente oscura, se cernía sobre el silencioso reposo de la ciudad, como una amenaza, la negra mole de un cielo encapotado. Flotaba en el ambiente una atmósfera pesada y densa. Y rompían de vez en cuando, la callada quietud nocturna, los pasos acompasados de los «serenos”, que hacían la ronda, arrancando secas resonancias al embaldosado de las banquetas.

Al sonar la última campanada de las doce del viejo reloj de la Catedral, se dejo oír, percutiendo en el silencioso recogimiento de la noche, el grito alerta de un «sereno». -Las doce y nublado. Y como escalonadas, a cortos intervalos, sobre el filo de la media noche fueron rodando las voces lejanas y apagadas de los demás «serenos» que anunciaban, según costumbre, la hora y el tiempo a los vecinos de la ciudad, entregados al sueño. De repente, rasgando las impalpables entrañas del silencio, de aquel solitario callejón partió un «¡ay!», agudo, prolongado; un penetrante grito de agonía al que respondió el siniestro aullido de los perros; aullido doloroso y lúgubre que delataba el paso sigiloso de la muerte. Después, el silencio volvió a cubrir, como invisible mortaja, las densas sombras de la noche.

Por el sinuoso callejón de 2 de Abril descendía a paso apresurado la silueta de un hombre que hacia bailotear en su diestra un farol de mano. Era como una sombra que se movía y avanzaba velozmente, como si tuviese alas en los pies; parecía no andar, sino deslizarse sobre el suelo, silenciosamente, sin el más leve rumor que delatara sus pisadas. Al llegar a las antiguas calles del Marquesado, o sea las actuales de División de Oriente, torció hacia la derecha, en dirección al templo de dicho barrio, y apoco estremecía la puerta del curato con recios e insistentes aldabonazos que urgían imperiosamente la presencia del párroco. Después de un rato de estar llamado fuerte y reiteradamente el cura apareció en el umbral.

-¡Vamos, hijo! ¿qué pasa? ¿que te sucede?

-Disculpe su merced lo intempestivo de la hora, en uno de los callejones de atrás de la soledad ha sido apuñalado un hombre y desea confesión.

-¿Cómo? ¿y no se te ocurrió recurrir al auxilio del cura de la soledad o el de san José?

-No, padre. El moribundo quiere que sea su mereced quien lo oiga en confesión.

Por el semblante del sacerdote cruzo una sombra de contrariedad. Pero condescendió.

-Bien, hijo, sus motivos tendrá. Aunque el tramo es largo y la noche esta oscura como boca de lobo, vamos alumbra y guía.

A la mitad del callejón, tendió boca arriba, yacía el «sereno», moribundo, mostrando tremenda puñalada en mitad del pecho. Era una puñalada de mano maestra.

– Ahí esta padre.

– Bueno. Toma el farol, que lo no necesito, y retírate a cierta distancia mientras lo confieso.

Retirándose su acompañante, el cura se inclino sobre el moribundo y empezó a confesarlo. Fue una confesión larga y penosa, interrumpida a cada rato por los espasmos de la agonía. Más, la necesidad de descargar su conciencia hacía sobreponerse al moribundo, que al fin, pudo terminar su confesión.

Después que lo absolvió, el cura se dirigió a su acompañante, hallando solo la linterna. Dio voces repetidamente llamándolo, pero nadie respondió. Intrigado por esta circunstancia y picado por la curiosidad de conocer quien era aquel al que había confesado en tan extrañas condiciones, tomó el farol y volvió sobre sus pasos para examinar al difunto. Y entonces fue cuando, al levantar el extremo de la capa con que le había cubierto el rostro, vi que, aquel desconocido que ahora yacía cadáver, a la mitad del solitario callejón, ¡era el mismo que había ido a llamar a la puerta del curato! ¡El mismo que lo había conducido ante su propio cuerpo, moribundo! ¡Luego, había confesado a un muerto y el propio muerto lo había guiado!

Sobrecogido de terror, con los cabellos erizados, y a tientas y como pudo porque no quiso volver a tocar la linterna que había ocupado el muerto, regreso al curato. Y muchos días después, presa de una violenta fiebre, aquel buen cura a quien no se sabe que oculto y misterioso designio había escogió para participar en tan terrible lance, se debatió entre la vida y la muerte. No murió. Pero, como funesta consecuencia de aquella espeluznante aventura, conservó por el resto de sus días una completa sordera en el oído con el que escuchó la confesión del muerto.

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Por masterror

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