Creepypasta
Mi abuelo Armando no se hablaba con mi mamá, ni con sus otros hijos, pero conmigo era diferente, simplemente me amaba.
Todo ese rencor había empezado en la primera comunión de mi primo Ernesto, mi abuelo se negó a ir.
―No es bueno que vaya a la iglesia, no he tenido buena relación con Dios últimamente, lo he vencido en algunas y no me lo perdona
Decía como un demente, no fue muy querido en la familia desde entonces.
Me llamo Ángel, pero él me decía Diablo, para hacer enojar a mis padres supongo.
La cosa es que el abuelo vivía en la casa de enfrente y se dedicaba a la brujería como si fuera un negocio, hacía trabajos al mejor postor: “Pocas veces para los buenos y muchas otras para los malos”, decía.
A mis 16 ya pasaba casi todo el día con él, arreglaba su agenda y compraba los insumos necesarios para ciertas ceremonias que daban buenas ganancias.
Aunque tenía gran reputación y fama de poderoso, no pudo vencer al cáncer y seis meses después del diagnóstico ya estaba muerto.
―Oye Diablo, cuídame, se bueno conmigo y aléjame del perro.
Fueron sus últimas palabras, ya estaba alucinando por la morfina el pobre.
Pasaron los días y en mi tristeza, revisando viejas fotos, encontré tres imágenes donde mi abuelo está parado detrás de mamá y de mí, señalaba la ventana que da a la calle. Sí, con certeza, en las tres estaba apuntando con el dedo hacia afuera, era el único, además que no sonreía.
Me asomé para tratar de distinguir lo que el abuelo marcaba y en ese momento vi por primera vez a Elena. Era tan hermosa, que no pude evitar salir a la calle y hablarle, nos casamos tres años después.
Nuestro primer hijo nació en agosto y era increíble el parecido con mi querido abuelo fallecido, así pues, decidimos llamarlo Armandito, en su honor. Cuando nuestro niño tenía cuatro años nació Sofía, pero no eran momentos felices, porque Armandito no había dicho todavía una solo palabra.
Los médicos, que lo venían tratando desde el año de vida, estaban desconcertados. El doctor Korn, un especialista acreditado en terapias alternativas del habla, nos recomendó comprar una mascota para trabajar posibles trabas emocionales.
Al otro día, conseguí un hermoso ovejero alemán bien entrenado. Llegué a casa con el perro dispuesto a dar la sorpresa.
Nunca entré, pegué media vuelta y subí otra vez dentro del vehículo con el imponente Ovejero.
Las palabras de mi abuelo resuenan en mi cabeza: “Oye Diablo, cuídame, se bueno conmigo y aléjame del perro”.
Manejé 1 hora hasta el criadero y bajé con el animal, el entrenador salió con su hijo de unos 7 años y lo recibió de muy mala cara. Me advierte que solo me devolverá la mitad del dinero, la tensa charla se interrumpe cuando el perro muestra los dientes una vez y toma al niño por el cuello arrastrándolo hasta el fondo. Corrimos y lo matamos a golpes, pero ya era tarde para el pequeño, el animal le había separado la cabeza del cuerpo casi por completo.
El horror me dejó en shock, los oficiales de policía ofrecieron acompañarme hasta mi casa, me negué.
En todo el camino de vuelta, traté de pensar solo en mi abuelo para alejar las imágenes del chico muerto de mi mente. Si era tan poderoso como para ver el futuro y advertirme sobre estas desgracias ¿cómo es que no había podido burlar su propia muerte? Pensaba una y otra vez.
Llego finalmente a casa y encuentro a Elena desbordante de felicidad.
―¡Ángel ven rápido! ―me grita.
Parado frente a ella estaba nuestro hijo hablando con perfecta claridad, señalaba la pared y decía: “Muro”, al vaso y decía: “Jugo”, a su hermana y decía: “Hola Sofía”, agarraba a Elena y decía: “Hola mamá”.
Caí de rodillas de la emoción y mis lágrimas brotaron solas, Armandito me abrazó y susurró en mi oído:
―No llores Diablo.
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Nos leemos en la siguiente y recuerden… no tengan miedo de eso que no pueden ver… pero está ahí… detrás de ustedes.